El invierno se va

Hace dos mil ciento treinta seis horas no entendía exactamente lo que sucedía, mi papá pasó más de tres semanas convenciéndome con una idea: «hay que vivir». Sentía enojo, demasiada furia, tristeza, dolor, un enorme vacío mezclado con soledad porque para mí, él era muy joven para morir.

Retomo las ideas, lo veo ahí diciendo todo en cámara lenta por si me pierdo, revivo el momento, veo como mi frustración sumada a mi inexperiencia nubla mis pensamientos y me hace ignorar el consejo: «ya vivi, vive tu vida, no vive quién vive más tiempo, sino quien sabe vivir».

Estoy escribiendo esto mientras las risas de mi hijo suenan, está feliz, está feliz, está feliz. Entonces no puedo evitar recordar cuando mi papá me llevaba a la escuela, caminábamos cantando, jugando, memorizando, repitiendo otra idea: mi nombre, mi dirección, mi teléfono, el camino de regreso, el nombre de mis papás. Siempre me estaba enseñando a aprender.

¡Que se vaya a la mierda la muerte! Aunque siempre ocurrirá, no tiene nada que hacer ante la vida. En mis recuerdos están esas mañanas en las que siendo niño entraba corriendo a su cuarto, subía a su cama, me lanzaba al aire y volaba para aterrizar en sus brazos. Simple, volaba, vivía, no se necesita más.

El día que murió me quedé sin palabras solo supe decirle «Gracias por todo papá». En estos días el invierno se va y me convence de que hay que vivir.